Muestra maravillosa de megarquitectura (así como Cusco tiene forma de puma, Machu Pichu de cóndor o Choquequirao de vizcacha), el gran centro ritual de Pachacámac parece tener forma de llama.
Las crónicas españolas cuentan que al arribo de los invasores, desesperados en su permanente sed de metales preciosos, el sueño de encontrar un alucinante tesoro se desvaneció al descubrir que el objeto de densos rituales y sacrificios era un ídolo de madera ubicado en la pirámide mayor. Esta imagen fue derribada (para estupor de sacerdotes y peregrinos que alli se encontraban) tratando de hacer cundir la idea que las imágenes y dioses provenientes del este eran más poderosos que los ídolos locales.
La Historia, ese gran laberinto de posibilidades y azares no permitió esta afrenta. El culto se desplazo, de manera lenta pero segura, hasta afirmarse en un icono de las clases populares limeñas de la colonia. Negros libres y esclavos, mulatos y zambos, amén de pobres de toda casta y origen, adoptaron al Señor de Pachacamilla (el refugio del gran poder de Pachacámac) como el gran hacedor, renombrñandolo luego como el Señor de los Milagros.
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